Sobre el papel, San Gregorio Atlapulco, en Xochimilco, vive una emergencia sanitaria. Pero la imagen del centro de salud de esta colonia en el sur de Ciudad de México declarada foco rojo de la covid-19, está lejos de ser el hervidero de médicos y enfermeros desbordados por pacientes con síntomas respiratorios que cabría esperar en medio de una pandemia. Cada día a sus instalaciones no llega más que un puñado de personas para hacerse la prueba. Jorge Esteban Ballesteros, el doctor que está al frente de la clínica, parece un pastor que intenta evangelizar a nuevos fieles. Su misión: concienciar a la población de que usen tapabocas, que se laven las manos, que se las laven muchas veces y, que si tienen sospechas de que puedan estar contagiados, se vayan a hacer una prueba gratuita.
Eso dice uno de los mensajes grabado por él mismo que suena insistentemente desde el altavoz de su centro de salud y que en los últimos días ha ido llevando con sus brigadas por las plazas y tianguis del pueblo. Con una tasa de 172,8 contagios por cada 100.000 habitantes, San Gregorio Atlapulco ha sido una de las 34 localidades consideradas foco rojo por el Gobierno de Claudia Sheinbaum por concentrar el 20% de los casos positivos de la covid-19. Pero en las calles de esta colonia que está a solo una hora del centro de la capital, creer en el virus parece una cuestión de fe y muchos vecinos no se sienten intimidados por la amenaza, al menos hasta que les toca de cerca. “No hay mejor información que la que están viviendo. Ya se les enfermó uno, ya se les murió otro. Con eso debería ser suficiente como para decir: ¿Qué crees? Sí existe. Vamos a cuidarnos”, dice el doctor Ballesteros con la misma parsimonia con la que atiende a una mujer que se hizo la prueba y pide ayuda porque no tiene dinero para comprar medicamentos.
Como sucede en otros lugares del sur de la capital y del Estado de México que han regresado al semáforo rojo, el de máxima emergencia, la lucha de las brigadas médicas y las autoridades parece ser más en contra de la desinformación y el abandono que contra un bicho que ya ha matado a casi 600.000 personas en todo el mundo. Por eso, en las paredes de San Gregorio Atlapulco se repiten por todos los lados, como si fuera el nombre de un candidato en época electoral, pintadas con la palabra ‘coronavirus’ junto con los lemas ‘Usa tapabocas’ y ‘Lávate las manos’.
La estrategia del doctor Ballesteros y su equipo es acercarse a la población y meterse en los barrios a donde no llega la información y donde, para quienes viven al día, el ‘Quédate en casa’ y la sana distancia suenan como una de esas ilusiones que venden en la televisión. “Atendemos a familias grandes que viven en casas pequeñas, que no les permite mantener las medidas de sana distancia. No se puede tener una distancia considerable en este tipo de calles y, en general, las condiciones son difíciles para la gente”, reconoce Kevin Hernández, un doctor recién egresado de 26 años que está al frente de la brigada ‘El médico en tu casa’, una iniciativa del centro de salud por la que lleva meses recorriendo en camioneta, en canoa y a pie cerros y chinampas en busca de la población de riesgo y vulnerable. Según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, en 2015 el 40,5% de la población de Xochimilco vivía en la pobreza y el 21,6% tenía carencias de acceso a los servicios de salud, mientras que casi el 10% tenía carencias de calidad y espacio en la vivienda.
El aspecto de Hernández, delgado y de voz suave, contrasta con el estoicismo con el que asume su primera misión como médico en medio de una pandemia. Dice ser consciente de que probablemente la situación con el coronavirus seguirá empeorando y, aunque un compañero de universidad murió por la enfermedad, asegura que no va a trabajar con miedo sino con la urgencia por la labor que queda por hacer para llegar a los lugares más olvidados. “Aquí la gente tiene todavía arraigadas las ideas de antes y eso no ha permitido que ellos crean en la información, en los programas y que tomen las medidas de sanidad para evitar los contagios”, explica tras hacer las pruebas de coronavirus a tres de los cuatro hijos de Marisela Pérez, una empleada doméstica de 32 años que dio positivo a la covid-19 y que teme haber contagiado al resto de su familia.
Para llegar a casas como la de Pérez, en el barrio de La Conchita de San Gregorio Atlapulco, Hernández y la enfermera que le acompaña, Ariana Molotla, tienen que avanzar con una nevera donde guardan las pruebas PCR por estrechos callejones y entre casas con paredes de latón y madera y dejar de lado algunas de las plantaciones donde se producen los vegetales que se más tarde se consumirán en la capital. Muchos en Xochimilco creen, de hecho, que el coronavirus llegó a la zona precisamente a través de los chinamperos, los campesinos que siembran lechuga, verdolaga, quelite, cilantro, rábano o nopales para después venderlos en la Central de Abastos de la Ciudad de México.
Cubierta con una mascarilla y una pantalla transparente, Marisela Pérez asegura que ella siempre usó tapabocas y cumplió con las medidas de higiene y que no sabe dónde se contagió. Antes de atender a los niños, el doctor Hernández cumple con un riguroso proceso de protección por el que se cubre con escafandra, tapabocas, gafas, careta, bata, patucos y dos pares de guantes, mientras de la casa de los vecinos se oyen canciones de Julieta Venegas y José José. Las hijas mayores, una de 16 años y dos de 14, van desfilando sobre una silla colocada en la entrada de tierra de la vivienda para hacerse las pruebas. El menor, de 12 años, nunca se la hará. Tras preguntarles a sus hermanas si los hisopos que les han metido por la nariz y la boca duelen, pega un salto por la ventana trasera de la casa y huye corriendo por las chinampas. “Ya no le vamos a encontrar”, se disculpa la madre.
Al ver a los sanitarios, una vecina se acerca a preguntar si pasarán por más casas. Arisandy Pacheco cree que ella y buena parte de su familia, incluidos sus padres y sus abuelos, pasaron el virus en mayo y, ahora que ha oído de más casos en el barrio, teme que sus tres hijos de 14, 9 y 6 años puedan contagiarse también. “Yo estuve un mes en mi casa. No podía ni respirar, levantarme, hacer mis actividades, nada. Solo estaba acostada”, afirma la mujer de 35 años. “Lo pasé muy mal y no sé si mis hijos lo podrían superar”.
Aunque lo sospecha, Pacheco no está segura de si lo que tuvo fue coronavirus porque nunca se hizo la prueba. Cuando comenzó a sentir síntomas se fue a una de las farmacias de la cadena Similares y, por 45 pesos (unos 2 dólares), un médico le pasó consulta. El doctor le recetó un jarabe y le puso una inyección para combatir la tos, que en ocasiones le impedía respirar. Dice que entonces no sabía que en el centro de salud estaban atendiendo casos de coronavirus y que, cuando su esposo la propuso ir al hospital se negó porque, razona, un tío suyo, el único miembro de su familia enfermo de coronavirus que fue hospitalizado, se acabó muriendo.
“Las personas no creen que esto es verdad, no creen en la covid o no conocen los servicios de salud o lo que ofrece el centro de salud. Desconocen esa parte para que la población acuda y se les pueda atender a tiempo”, lamenta la enfermera Ariana Molotla. La propia Pacheco reconoce que ella hasta que no sufrió la enfermedad no creía en la existencia del virus y tampoco pensó que, de existir, pudiera llegar a un barrio como el suyo. Pero desde que lo vivió en carne propia empezó a protegerse y a tomar medidas de prevención y ahora no deja que sus hijos salgan de casa con la cara descubierta. “Yo veía más segura esta zona, pero al final nada es seguro y hay que tomar precauciones. No creía, pero sí he visto que es cierto y es feo, horrible”.